sábado, 28 de junio de 2008

¿QUÉ ES LO QUE PASA CON EL CAMPO?


Aurelio Suárez Montoya,
El Tiempo.com, 12 de junio de 2008

El debate sobre la carestía de los alimentos toca a la política agrícola vigente. El que la papa, el arroz, el pan de 100, de 200 y otros bienes de primera necesidad estén desapareciendo de la mesa de los hogares pobres atañe, en últimas, con el campo, si entiende que éste, desde los inicios de la civilización, se definió como “el territorio donde se produce la comida”. La supervivencia de las ciudades ha dependido de esto y en las potencias mundiales, como Estados Unidos, las leyes agrícolas expedidas desde los años treintas del siglo pasado así lo han repetido. Acaba de aprobarse la Farm Bill de 2007 y, aún con las objeciones de Bush, se aumentaron los subsidios –hasta 2011- para las grandes cosechas: arroz, algodón, trigo, avena, maíz, sorgo, soya, cebada y se crearon y reforzaron para otras.

La agricultura colombiana, como las de otras naciones de ingreso medio y bajo, sufrió en los últimos veinte años la ampliación de tres grandes quebrantos que, sin duda, influyen en el crítico momento que atraviesa para brindar alimentos abundantes, baratos, diversos y con capacidad nutricional para sus habitantes. En primer lugar, una merma muy grande en la producción de los alimentos básicos, cereales y oleaginosos, con una alta dependencia del extranjero para su aprovisionamiento y la pérdida de seguridad alimentaria nacional; en segundo término, un envilecimiento del trabajo rural; y, finalmente, el aumento en la concentración en la estructura de la propiedad rural.

Los promotores de la “apertura” defendieron las importaciones de alimentos como la fórmula para acceder a “comida barata” y tener una baja inflación. El actual ministro de agricultura, al tenor del TLC, exhortaba a producir “uchuva en lugar de trigo”. Estas entelequias han hecho que se tenga que importar, en relación con el consumo total, el 86% de la soya, el 66,6% del maíz, el 93,3% del trigo, el 23% del fríjol, el 32,8% de la arveja, y todo el garbanzo, la lenteja y la cebada. En la crisis presente se “volteó la torta”: la comida se encareció, incluyendo los bienes en los que somos autosuficientes, como papa y arroz, y, de otro lado, la inflación básica, al depender de géneros foráneos al alza, es “importada” y no parece paliarse con medidas monetarias usuales en el actual modelo económico.

En cuanto a los ingresos rurales, se conoce que 66 de cada 100 trabajadores percibe al mes menos de un salario mínimo legal vigente y hay regiones, como la Pacífica, donde es peor. Los salarios rurales, en pesos reales, se han estancado y, aún más, reducido. (Leibovich, 2005). Las huelgas por mínimas condiciones y garantías contractuales en sectores como palma de aceite y caña de azúcar refuerzan con hechos las cifras de los distintos estudios. Se ha generalizado la “tercerización”, mediante las cooperativas asociativas, y se comenta que en algunas regiones se pagan los jornales con bonos para compra de víveres en comisariatos de la patronal como en las épocas de la United Fruit.

En relación con la concentración de la tierra, el Banco Mundial en 2004, afirmó que el coeficiente de Gini, según el valor de las propiedades rurales en Colombia, era 0,85 (cerca de 1, el punto de máxima desigualdad). Para 2003 las propiedades de más de 500 hectáreas, que solamente representan al 0,4% de los propietarios, abarcaban el 63% de la superficie con un tamaño promedio de 5.010, y, las de menos de 20, en las cuales se inscriben el 87% de las propiedades, apenas engloban el 8,8% de la tierra con una media de 3,05. Por tanto, es risible que el Incoder muestre como gran logro convocatorias de Reforma Agraria por 120.000 hectáreas. Líderes campesinos las califican como “una farsa” no sólo por la insuficiencia del monto sino porque el costo de participar en ellas (casi $5 millones en estudios para sustentar proyectos elegibles) hace imposible este derecho para los verdaderos “sin tierra”.

La pregunta es si leyes, que condensan la política rural, como “Agro, Ingreso Seguro”, que enfoca los apoyos fiscales en volúmenes de crédito barato y de coberturas contra la revaluación, en las firmas exportadoras; o como el Estatuto Rural, que es fuente de inspiración de proyectos como el fallido de Carimagua; o como la Ley Forestal, declarada inexequible; responden a los graves males enunciados. La respuesta es no. Al ministro Arias no le gusta escuchar esto, pero es así. Es menester dar otra dinámica, a tono con los artículos 64 y 65 de la Constitución que enseñan un camino distinto: la debida protección a la producción nacional de alimentos y el acceso progresivo de las mayorías a la tierra y demás bienes públicos. Son dictámenes para cumplir, por ahí comienza la solución.

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